A Vuelapluma

Roma

1 febrero, 2019 00:00

Alfonso Cuarón ha ido a rebuscarse entre los sutiles pliegues del blanco y negro de la infancia y le ha salido un diamante. Una joya del corazón que se llama Roma. Todos habitamos para siempre los territorios de nuestra infancia y somos en parte aquello que ella y sus pobladores han hecho de nosotros, aquello en lo que nos han convertido, y Roma es el hermoso y tan cuidado homenaje que Cuarón le ha dedicado a esos fantasmas, los blancos, los negros y todos los demás. Un regreso universal que para unos resulta la ensoñación del paraíso perdido, para otros el Rosebud que siempre será un enigma y para tantos ese mundo confuso y extraño, tan contradictoriamente doloroso y feliz, que se anhela y se repele a la vez. La infancia, una nostalgia sin explicación que siempre llevamos encima: a todos se nos remueve un punto en el alma cuando nos soñamos en pantalones cortos pisando el barro de aquellas calles, los pasillos de nuestras casas heladas, tal vez el beso que nunca tuvimos. El eterno trineo de Xanadú. Cada uno lleva su Roma y la de Cuarón, tan bonita, es una carga de profundidad hacia un mundo que ya no existe pero que paradójica y felizmente trasciende cada vida individual para perpetuarse por siempre en el ser humano y recorrernos toda nuestra existencia.

Roma es una historia conmovedora que lleva dentro el mundo. El material del que estamos hechos. Los símbolos, los sueños, los recuerdos y sus engaños. El ruido de aquellas vidas que fuimos, las paredes que nos acogían, la felicidad y el amor que sentimos. Toda la gente, en fin, a la que pudimos conocer y también nuestros miedos y frustraciones. Y nuestro dolor. Roma es un barrio de México pero es el alma de todos, recreada en aquellos colores que nos deja el blanco y negro y a los que cada uno de nosotros vamos rellenando a nuestro modo, con nuestros matices, nuestra particular paleta de la existencia, las sombras con las que eternamente vamos cargados. Los sabores, o sea, que se perdieron para siempre y por los que a ratos podríamos vender nuestro alma al diablo o a quien sea. Un niño pisando charcos y los aviones pasando siempre en el cielo, una y otra vez, y nosotros imaginando y soñándolo todo en este ir y venir. No sé por qué yo siempre recuerdo el frío y la selva.

A la vez Roma es pura alegría. También oscuridad, claro, pero es una historia bella y tranquila que se deja querer tanto que te enamoras de esa playa, esa casa, esas calles de clase media bien situada, esos personajes. Los sonidos de esa existencia que, a nuestra manera, es nuestra propia existencia contado por otros. Por unos chiquillos, una sirvienta, unos padres tal vez atormentados, una revolución callejera, una vida en ebullición. Paisajes de la memoria total. La magia de Cuarón encandila porque te lleva a un viaje que siempre estás dispuesto a hacer y por el que a veces suspiras en tus soledades, como queriendo quedarte un rato más en ese sueño que te ha sonreído toda la noche. Arrebujarte otro poco en las sábanas, pedirle al amor de tu vida otro beso dulce y largo y quedarte ahí a vivir. Roma te mira, te llega, te entiende, te pone alegría y luz en ese rincón sutil que siempre, siempre, está con nosotros.