Capilla Sixtina

Los buenos y los malos años

21 agosto, 2018 00:00

Han pasado diez años de la Segunda Gran Depresión. Con ella perecieron todas las burbujas de las que no nos hemos recuperado aún. Todavía permanece el paisaje lleno de ruinas intimas, escombros familiares o individuales, chatarra colectiva, ganga social. Como fecha referencial –para entendernos- se anota el día 15 de septiembre del 2008. En ese día se conoció oficialmente la quiebra en los Estados Unidos de Leheman Brothers. Antes habían caído Freddie Mac y Fannie Mae. Europa se había olvidado eso del aleteo de las alas de las mariposas. Se desencadenó un vendaval en Europa y en España un tifón. La crisis se propagó como las plagas antiguas, medievales o modernas que acababan con la población. Se inauguraban los malos años. Un mes antes, en un agosto como el actual o perecido, nadie se inquietaba por una crisis que se anunciaba, pero en la que no se quería creer. Las malas noticias no tienen por qué amargar las vacaciones. Así que todo el mundo actuaba como en una burbuja inagotable. Nadie quería poner fin a los años buenos. Cuando éramos más ricos de lo que éramos.

Ante la crisis dijeron que vivíamos por encima de nuestras posibilidades, que habíamos gastado sin tino, que había que pagar las facturas y las deudas de los excesos. Como en los momentos apocalípticos era necesario arrepentirse de los pecados para intentar aplacar a los dioses de la destrucción y la pobreza. Las administraciones públicas serían las primeras en dar ejemplo. No había recursos para sostener el Estado de bienestar. Se imponía suprimir y privatizar. Las empresas, las grandes empresas, claro, aunque las imitaran las pequeñas, hicieron realidad sus sueños antiguos: desregulaciones, flexibilizaciones, anulación de convenios, reducción de cotizaciones, contrataciones libres, exenciones fiscales o sociales, acceso a empresas públicas. Aún con estas formulas infalibles del capitalismo tradicional entramos en depresión colectiva. El mundo se volvió austero. Cayó el consumo por contracción de la demanda. Eran malos años. El ascenso social de etapas anteriores se transformó en descenso en picado. Los que no fueran ricos iban a ser diezmados.

Años después se inició la larga marcha hacia la recuperación, que aún continúa. Había que bajar salarios para poder competir, despedir a los que más tiempo llevaban trabajando. Era preferible contratar a los jóvenes de los que nos decían, y creímos, que integraban la generación más preparada. Pero si hubiera sido verdad no les hubieran ofrecido, y aceptado, salarios de mierda. Los parados y los contratados en las nuevas condiciones empezaron a sentir nostalgias de los buenos tiempos. Cuando todo el mundo percibía más en A, en B o en Z. Daba igual. Entonces empezaron a añorar una revolución que desconocían en qué debía consistir. Se encendieron las fosforescencias populistas. A escenarios complejos, soluciones sencillas. Entre tanto las empresas, el capital, siguieron a lo suyo. Y lo suyo consiste en aumentar los beneficios con las medidas que sean precisas, aún a costa de disparar las desigualdades.

Algunos sostienen que la Gran Depresión ha pasado. Pero continuamos como en los malos tiempos. Varios indicadores económicos sugieren que volvemos a la situación del 2006. Eso sí, prescindiendo de los años intermedios. Hacemos tabla rasa y caminamos hacia el futuro. Llegarán los años buenos. Solo que los salarios no crecen, los trabajos se mantienen precarios y centrándose en los servicios. Según la Encuesta de Población Activa, 2,65 millones de personas trabajan en el turismo. Las desigualdades se han multiplicado y los capitales van de un lado para otro a la búsqueda de oportunidades especulativas y financieras. La gran mayoría de la clase media y trabajadora se ha precarizado; el resto no sabe qué hacer.