Capilla Sixtina

Para una épica de la Transición

25 septiembre, 2018 00:00

España es un territorio resistente a la épica. Como lo es a la creación de héroes. Comparémonos con Estados Unidos o con Francia, dos ejemplos dispares. Como mucho se acepta una épica pasajera y unos héroes fugaces. Felipe González ha expresado recientemente que la Transición ha carecido de épica. Incluso desde hace algún tiempo se cuestiona la Transición de manera abierta o subrepticia. Lo peor que puede ocurrir es que se ponga de moda, como recurso intelectual o esnobismo cultural, la “malditización” de la Transición. La Transición fue un pacto sobre el futuro para no repetir el pasado. Al presente le correspondía superar la visión destructiva de la Historia de España y construir un país moderno y engarzado en Europa. Lo cual requería esfuerzo intelectual, renuncias personales y voluntad de que el diálogo con el otro, el adversario, primara sobre los desencuentros, que eran muchos y  venían de lejos. Es decir, los ingredientes con los que se construye la épica.

Europa había sido el sueño compartido de  intelectuales, escritores, poetas, artistas, profesionales, etc. de la primera mitad del siglo XX. Los años treinta iban a ser el final del recorrido hacia esa Europa de la que hacía siglos habíamos salido o habíamos sido desalojados. Europa representaba el anhelo de modernidad y progreso de una sociedad atrasada y apegada a un costumbrismo nocivo. La Transición enlazaba con ese momento estelar, obviando los errores que habían hecho descarriar el sueño. Fue así como se forjó el proyecto colectivo de los jóvenes y de los menos jóvenes, de los que habían permanecido dentro y de los exiliados, de cuántos habían sobrevivido en la nostalgia de un proyecto fracasado: el del país y el de sus propias vidas.

Una mayoría  de los que encarnaron el proyecto de superación del pasado no habían participado en la guerra civil. Pero conocían de las miserias que engendran las guerras y las dictaduras. Habían oído a los padres de otros –los propios hablaban poco, como para proteger con el silencio a sus hijos-, contar los terribles sucesos de la guerra, primero; del exilio después; de la represión interior; de los años falsos de la autarquía. Y esas historias, contadas  en susurros temerosos en los comedores de las casas, no las querían para ellos ni para sus hijos. Querían otras cosas. ¿Lo que hay ahora? En parte sí y en parte no. Nadie podía imaginar, en medio de un universo de renuncias, la evolución hacia el lodo en el que nos encontramos. Precisamente lo que se pretendía era salir del barrizal en el que se había desarrollado una parte de la Historia de España. La Transición fue la búsqueda de esa heroicidad histórica que consiste en sobreponerse a las tragedias y adversidades de los siglos pasados.

Si aquello fue posible entonces, ¿por qué no puede ser posible ahora? En cuarenta años muchas cosas han cambiado: de la uniformidad hemos pasado a la pluralidad; de la simplicidad a la complejidad; de la  construcción democrática a su implantación efectiva; de la política al espectáculo; de la información al cotilleo; de la defensa de las posiciones de cada uno a la necesidad de producir  noticias para ocupar espacios mediáticos. La dificultad de entonces, como la de ahora, es discernir entre lo fundamental y lo trivial para que esto último ni impida  la resolución de los conflictos cotidianos. Las soluciones no las traerán los populismos, sean de la orientación que sean. Ni las peleas enconadas dentro de un lodazal. El ruido, no puede convertirse en el objetivo de la política. Son los intereses generales, el objetivo único de la política.