De Memoria

La arcadia catalana que nunca existió

5 febrero, 2018 00:00

Al menos desde el pasado mes de septiembre toda la atención de los medios de comunicación está puesta en lo que acaece en Cataluña, y también en Bruselas, tras la puesta en marcha del llamado procés, y la esperpéntica huida de un personajillo de quinta fila llamado Puigdemont, junto a un grupo de fieles, incluida una monjil asesora. Ningún analista serio se atreve a aventurar cómo acabará todo esto, pues incluso en el caso de que se recondujera por la senda de la normalización y el respeto a la legalidad, lo vivido hasta ahora dejará profundos desgarros en la convivencia, en una sociedad que presumía de tolerancia y de ser más culta y europea que el resto de España.

Por muy cargado de razón que esté el gobierno de España en su estrategia judicial, no cabe duda de que algo ha fallado, por ser prudentes en la calificación, y por ahora nadie ha dimitido. No es de recibo que tras lo que pasó en el Parlament el 6 de septiembre último y días siguientes, hasta llegar al “referéndum” del 1 de octubre, no se hayan depurado responsabilidades por omisión o negligencia de las autoridades del Estado. No solo fue un desastre la actuación policial, sino que el trabajo previo fue una chapuza, al no conseguir localizar ni una sola de las miles y miles de urnas que aparecieron en los colegios electorales; y no vale la explicación acusica del coronel Pérez de los Cobos, relativa a la actuación desleal de los mandos de los mossos d'esquadra, pues sería para despedir a medio CNI si no hubiera previsto algo parecido y dado el pertinente informe.

Tampoco se ha contrarrestado el relato victimista secesionista. Repiten los dirigentes independentistas que son pacifistas, y que no se deben de judicializar lo que son problemas políticos, y hasta ahí de acuerdo, pero no me parece que secuestrar durante 19 horas a una secretaria judicial y a 20 agentes de la Guardia Civil pueda ser considerada una actividad en la que se pudiera reconocer Gandhi. Eso fue lo que hicieron el pasado 23 de septiembre, convocados por Òmniun Cultural y la Asamblea Nacional Catalana, varios miles de activistas, que, tras rodear la Consejería de Economía, destrozaron y saquearon los vehículos policiales, en cuyo interior había armas y municiones. No creo que en ninguno de los países que, según los independentistas, son más democráticos que España, pasasen las autoridades por alto estas actuaciones.

Tampoco creo que, a la vista de los resultados electorales, el independentismo haya pagado coste alguno por las gravísimas consecuencias para la economía de este conflicto. Sin duda falla la estrategia de comunicación, o sencillamente no la hay, ni parece que el cambio de asesores en el Palacio de la Moncloa haya sido para mejor, tras la marcha a la ONU de Jorge Moragas. Los datos más recientes apuntan a la marcha de Cataluña de más de 3.200 empresas, en un goteo que no para, sino todo lo contrario. El impacto directo en el PIB de las 62 principales empresas que han cambiado su sede social fuera de Cataluña está calculado en 11.540 millones de euros, con una repercusión en la economía catalana de un 5,4 %. Pero todo esto no está en la agenda local del “nuevo país”, ni hay medio alguno de comunicación catalán que saque los colores a los mentirosos que anunciaban el maná de la llegada de miles de millones en inversiones de grandes compañías del mundo mundial, ¿o es tan floja la memoria para no acordarse de las fantasiosas predicciones del conseller de Economía, Oriol Junqueras?

El daño perpetrado a la cultura es muy grande, en particular por la obsesión del nacionalismo, y en eso no es diferente a otros, en declarar malos catalanes o traidores a escritores y artistas que no comulgan a pies juntillas con el credo independentista. Olvidan, o no quieren saber, que Barcelona fue desde los años sesenta del pasado siglo hasta no hace mucho, no sólo la sede de la mayoría de las editoriales y de muchas publicaciones de todo tipo, sino una ciudad cosmopolita, abierta, tolerante, con una de las mejores carteleras teatrales de Europa, espectáculos musicales de todo tipo, un prometedor panorama cinematográfico, y uno de los ambientes culturales más interesantes, por lo que escritores y creadores de muchos lugares del mundo viajaban a esta capital mediterránea y en muchos casos se quedaban. Hoy todo ha cambiado y se marchan por el asfixiante ambiente, y por no entender las razones del continuo linchamiento del que son víctimas grandes creadores catalanes como Joan Manuel Serrat, Juan Marsé o Isabel Coixet.

El relato independentista insiste en que lo que quieren es votar su futuro, y dicho así suena bien, pero no conviene hacer trampa con los argumentos, y menos desde la izquierda. Cataluña no es una colonia de España, nunca lo ha sido, ni un país ocupado por un ejército extranjero, ni sufre más que el resto de las regiones o naciones las consecuencias de las políticas neoliberales. Tampoco es verdad que en 1939 ocupase Cataluña el ejército español, como parece que cuentan algunos profesores a sus alumnos; en todo caso el ejército de Franco lo que consiguió fue la derrota de la República, y también ocupó el resto de España, tras casi tres años de resistencia. Franco se sublevó con la bendición fundamental de dos obispos catalanes, Gomá y Pla y Deniel, y la cuantiosa ayuda de la oligarquía catalana, encabezada por Cambó, y contó entre sus filas con unos cuantos miles de voluntarios catalanes, entre ellos los encuadrados en el Tercio Monserrat, pero ello no nos lleva a decir que Cataluña invadió Madrid o Cuenca.

El único caso actual avalado por la ONU, de un referéndum de autodeterminación pendiente, es el del Sahara, país ocupado por Marruecos tras la marcha de España de esta antigua colonia africana. Por mucho que repitan el argumentario, también desde la izquierda, no es de aplicación este derecho, ni sirven como casos similares los de los países surgidos tras la caída del Muro de Berlín, a no ser que pretendan convertirse en una suerte de Kosovo, un estado fallido en poder de una mafia de antiguos paramilitares, creado para desmembrar aún más la antigua Yugoeslavia. Por cierto, Convergencia de Catalunya ha votado siempre alineada con la derecha española, en contra del derecho de a decidir del Kurdistán, del Sahara, y, como no podía ser de otra manera, también de Palestina, para no molestar a sus amigos del gobierno de Israel.

Los errores de la izquierda catalana, la no separatista, desde 1976 en adelante, la han llevado a su práctica desaparición. Estuvo en manos de Podemos revertir la situación, pero desde la victoria que supuso obtener en las legislativas de 2015 y en las repetidas de 2016 nada menos que 12 escaños, con un porcentaje de votos cercano al 25%, no ha hecho otra cosa que repetir los errores de la vieja izquierda, es decir, caer en el seguidismo del nacionalismo y olvidarse de la gente que les votó, y que no lo hizo para que se dedicasen a defender lo mismo que los secesionistas, añadiendo con la boca chica que ellos no quieren irse de España. Tampoco la señora alcaldesa de Barcelona ha gobernado para quienes no son secesionistas, y a los hechos me remito, ni para quienes la eligieron para que acabase con los desahucios, y creo que no hace falta añadir mucho más al respecto.

Poco tiene que ver con una posición de izquierdas esa alianza o pacto de no agresión con la derecha nacionalista catalana, y que es la misma que ha votado en el parlamento español durante décadas todas las reformas laborales, recortes y privación de derechos perpetrados tanto por el PP como por el PSOE. Es la misma derecha que ha privatizado todo en Cataluña, y que mantiene estrechas relaciones con la Iglesia católica y sus sectores más reaccionarios, a quienes subvenciona colegios concertados que discriminan a los niños por sexo. El seguidismo que se ha hecho por la izquierda de todo el relato nacionalista, achacando todos los males a España, sin apenas pararse en criticar las políticas depredadoras del nacionalismo catalán, es una vergonzosa manera de hacer bulto en la murga.

Y como el mono-tema lo ocupa todo, resulta que una sentencia tan importante como la del caso del Palau de la Música de Barcelona ha sido flor de tres días. Nada menos que  una histórica entidad cultural, presuntamente frecuentada por la mejor sociedad, era utilizada para la financiación de Convergencia Democrática de Catalunya, previa extorsión de empresarios, obligados a pagar primero un tres por ciento de los contratos adjudicados, y después hasta un treinta por ciento de las modificaciones o ampliaciones de obra. La sentencia, cuya lectura recomiendo, pone de manifiesto que la derecha catalana no tiene nada que envidiar en corrupción, ni al PP ni a los viejos partidos italianos del fenecido pentapartitto. Para redondear aparecen apellidos de presunto lustre y pedigrí, y lo pongo en solfa porque el todopoderoso Félix Millet, presidente que fue del Palau, ahora condenado a más de nueve años de prisión, procede, como buena parte de la burguesía potente catalana, de la nueva oligarquía que se genera a partir de 1939, vale decir con exclusión de los perdedores de la guerra. Sin ir más lejos, el progenitor del citado patrón poderoso del Palau fue presidente del Banco Popular desde 1948, cuando aquel banco era controlado de manera férrea por el Opus Dei y sus tecnócratas en los gobiernos del general Franco. Las artimañas de saqueo del Palau, donde el partido de Pujol y Mas se llevaba la mejor tajada, superan la mejor picaresca española. Pero tampoco este escándalo ha servido para desmontar la arcadia feliz de una Cataluña diferente y mejor que el resto de esta sufrida piel de toro.