El Alcaná

Iniesta que estás en la China

23 abril, 2018 00:00

Andrés Iniesta coronó el sábado pasado su carrera deportiva marcando uno de sus mejores goles frente al Sevilla en la final de la Copa del Rey de fútbol. El equipo más republicano de la Historia, baluarte de un país inventado y ficticio, es el que más trofeos tiene de una Corona que dice rechazar y silba cada vez que tiene ocasión. Son las paradojas que trae la vida y que la hacen tan adorable al mismo tiempo que esquizofrénica. El Barça es el club de fútbol más politizado de la Historia, mucho más que el Madrid de Franco y las Copas de Europa. Los culés de la Meseta resistimos ahora más que nunca, pues nos sabemos puente de una tradición y leyenda fantásticas, la del equipo que mejor juego desarrolló a lo largo del tiempo. Los merengues lo ganaban todo, los indios lo jodían en el último minuto y los culés hacían baile de salón al compás de un holandés llamado Johan Cruyff. Guste o no.

Iniesta se fue al Barcelona como quizá hubiera podido ir al Madrid. Dicen que era blanco de niño, pero el club que lo acogió y lo hizo hombre fue el azulgrana. La gratitud de su familia es infinita y la suya propia, también. No hay que ser muy listo para adivinar cómo serían las primeras noches en la Masía de un niño tímido, retraído, que apenas hablaba, lejos de su casa. Las lágrimas que hubo de tragar darían para salar el Mar Mediterráneo entero. Y, sin embargo, aguantó y fue capaz de crecer y desarrollarse en un entorno tan hostil y distinto a su Mancha natal. Iniesta avanzó por el inhóspito mundo del fútbol y, gracias a sus entrenadores que supieron verlo, y por supuesto, a sí mismo, llegó a convertirse en uno de los mediocentros más impresionantes del mundo. Su toque de balón proverbial, su humildad innata y sus capacidades desplegadas igual que la llanura infinita de la que provenía lo convirtieron en uno de los mejores jugadores de todos los tiempos. Su clase me recuerda a la de Zidane y a otros pocos jugadores que hacían claqué sobre el césped. Tuvo la inmensa suerte de coincidir con Xavi y Guardiola, probablemente los otros dos mediocentros más avanzados del fútbol español. El juego en sus cabezas es arquitectura, Parternón y Fidias, la simplificación de las cosas. Como todo en la vida, al final lo más complicado es la sencillez, que está al alcance de muy pocos. Juan Ramón Jiménez se pasó la mitad de su tiempo corrigiendo la obra que ya tenía escrita, hasta dejar su poesía limpia, pura, despejada, lejos de cualquier artificio y afectación. Ese es el fútbol de Iniesta, el nombre exacto de las cosas, la inteligencia invertebrada y suave que nace de la elegancia y la naturalidad. Ahora dicen que se va a la China para vender el vino de Fuentealbilla. Nos dará la mismo, porque como en las salidas de Don Quijote, el hidalgo siempre terminará volviendo a su aldea.

Andrés es un hombre por el que a uno se le cruje el pecho y se le ahoga la garganta, un manchego infinito, una meseta abierta, una pámpana dorada en la tarde del horizonte. Nos dio uno de los momentos más hermosos de nuestra vida, aquel que jamás soñamos una generación que pensamos moriríamos sin ver a España ganar un Mundial. Ha sorteado el expolio y la gangrena nacionalista como es él, con pulcritud, elegancia y sin dar una voz más alta que otra. Lleva en el corazón sus colores y la libertad infinita que una nación como España le pinta en las venas para decidir marchar ahora por los caminos de Oriente. Se va como un misionero jesuita a llevar la verdad revelada del fútbol al fin del mundo. Es un San Francisco Javier, un Marco Polo sin pelo, un cartujo salido de lo más hondo de las cepas. Allá donde vayas, Iniesta, habrá un cachito de nosotros, de igual forma que aquí dejas tu espíritu infinito de bondad. Lo he dicho en multitud de ocasiones. La sabiduría conduce indefectiblemente a la bondad. En todos los órdenes de la vida. Que vendas todo el vino y que de todas las partes del planeta vengan en peregrinación para rendir pleitesía y postrarse de hinojos en el escalón de la puerta en que tu madre te echó al mundo. Fuentealbilla fue la aldea de Cervantes y no lo habíamos visto hasta ahora.