El Alcaná

Elogio y defensa de la tauromaquia

17 septiembre, 2018 00:00

Paso estos días en Albacete disfrutando la feria y su impresionante cartel de festejos taurinos. Se ha convertido el Nueva York de la Mancha en la tercera ciudad de España, después de Madrid y Sevilla, en esto del mundo del toro. Se respira tauromaquia en cada esquina y algunos lugares, como el Callejón de Miguel Ángel Cuevas, son templo de la gastronomía y la tertulia en torno a tal o cual faena. Hoy cerrará la Puerta de Hierros y con ella, la Feria del Dieciocho será ya historia. Diez días largos en los que hemos visto cara y cruz de la tauromaquia, con la emoción enorme de un faenón, y el desaliento y tragedia de un hombre bueno. Los toros no desaparecerán nunca mientras la muerte enhebre su fino hilo negro entre las costuras de la plaza. Es tan grande la tauromaquia porque es la verdad de la vida, un hombre enfrentado a su destino, meciéndolo y dominándolo en el mismo centro del ruedo.

Roca Rey va a retirar a unos cuantos del escalafón del toreo. El peruano puso bocabajo la Plaza de Toros de Albacete la tarde del jueves. Es otra cosa, otra historia, un fenómeno completamente distinto. Me recuerda a José Tomás cuando apareció. Su sentido de la liturgia y el sacramento del toreo, la medida del tiempo, el espacio y las cosas, los terrenos que pisa y cruza, cómo embarca al toro por donde únicamente entra el suspiro de la muerte. Es un ciclón llegado del Perú, con sólo veintiún años. Se colocó los alamares en el callejón igual que si fueran porcelana fina. Y anduvo torero de inicio a fin, sumergiéndose en un bautismo de sangre y albero por el que rotaba el eje del universo entero. A Ponce y Juli los puso de rodillas, como dos novilleros recién llegados.

Si la gloria se trenza con cabellos de tarde y grana, el infierno prende de su costado. Paco Ureña puede perder la visión de su ojo izquierdo después de que una mole de seiscientos veinte kilos lo empitonara con el capote. Paco notó algo en su ojo tras un enganchón con el bicho y vino muerto al callejón. Lo tuve justo enfrente, a dos palmos de distancia, y vi cómo un hombre solo se enfrenta a su destino. “¡Mi ojo, mi ojo!”, decía. Y un hilo de sangre cayó por su cara mientras los médicos lo reanimaban. Abrió la boca, sacó la lengua, el aire se le escapaba. Y Paco Ureña siguió torero, enorme, tremendo, como un quintal de fuerza y viento hasta matar a la fiera. El ojo se le cerraba y la vista se le nublaba. ¡Qué grande eres, Paco! ¡Qué enormidad de talento, torería y gallardía! ¡Qué cuajo el tuyo y qué valor torero! Albacete te siente suyo y quedó ahogada en el suspiro de tu sufrimiento. Tu finura, elegancia, sapiencia, verticalidad y abandono, como al que te entregas sin zapatillas en el centro del ruedo, mecen tu firmamento lorquino. Loa eterna a un torero que encaró la muerte y la venció por completo. Platón hablaba del ojo del alma y el tuyo es esencia pura de torería.

Así las cosas, el planeta de los toros sigue siendo óntico, órfico y ritual. No hay espectáculo tan tremendo como este, para la gloria y la muerte. Es como la ópera, que aúna danza, música, teatro y canto. No existe manifestación artística tan completa. Los toros le suman la muerte, la brutalidad de la vida. Y el finísimo trance que completa un hombre andándolo de puntillas, entre el amor y su destino. Eso mismo es el toreo.