Más que Palabras

El fugado errante

14 julio, 2018 00:00

La noticia de que el expresidente catalán, Carles Puigdemont, podrá ser entregado a España pero solo por el delito de malversación y no por el de rebelión, ha vuelto a abrir la polémica sobre la utilidad de la euroorden si, al final, en la Europa lenta y burocrática cualquier juez de un pequeño juzgado regional utiliza su “minuto de gloria” para cuestionar el sistema judicial de todo un país. Una errónea aplicación de la euroorden por parte de esta instancia alemana no solo pretende someter a la justicia española a una fuerte presión sino que cuestiona el principio europeo de reconocimiento mutuo de las decisiones judiciales en el seno de la UE.

“Es cierto que el delito de rebelión en España, similar al de alta traición en Alemania, no está recogido entre los 33 delitos que explicitó la orden europea de detención y entrega. Pero analizar la documentación aportada por el juez Pablo Llarena y eximir a Puigdemont de dicho delito es una extralimitación de sus funciones. La opción habitual es aceptar la euroorden siempre que haya en la legislación propia un delito similar. Así lo ha entendido siempre la fiscalía de Alemania, que parece comprender mejor que sus jueces la naturaleza de la euroorden”, se afirmaba ayer en el editorial de El País, algo que yo comparto.

Tiene razón el eurodiputado del PP Esteban González Pons cuando afirma que “ningún juez en España, tanto regional, nacional como del Tribunal Supremo, se atrevería a dar refugio a un partido político, movimiento o ciudadano alemán que esté intentando romper el orden constitucional alemán”. Sin embargo, se pasó y mucho cuando exigíó al presidente Pedro Sánchez que defienda "la dignidad" de España ante Alemania y suspenda el acuerdo de Schengen que permite la libre circulación. Una decisión así tendría sin duda unas consecuencias difíciles de evaluar de antemano y se nos volvería en contra a la larga.

Ahora Llarena debe decidir si rechaza la extradición de Puigdemont retirando la europorden para mantener la acusación por rebelión,   porque si aceptara la entrega seria materialmente imposible aplicar el principio de igualdad jurídica. De ser así los presos del procés, en las cárceles españolas, serán juzgados por rebelión, mientras el expresident, perseguido por la misma causa, habría de ser juzgado por un delito menor, de malversación. Esa solución sería kafkiana desde cualquier punto de vista porque premiaría al fugado que elude su responsabilidad, mientras quienes la han asumido serán juzgados por todos los delitos de que se les acusa.

¿Y qué pasaría con Puigdemont si tal como parece rechaza la entrega por malversación? Pues ni más ni menos que se le condenaría a vivir fuera de España porque si pone un pie en nuestro país sería arrestado y juzgado también por rebelión y está situación se mantendría al menos durante los 20 años que tarda en prescribir el delito de rebelión.

Sea como fuere, la presión que ejerce Puigdemont entre los independentistas está perdiendo fuelle. Algunos en privado ya reconocen que el president Quim Torra está harto de ser una “marioneta” en sus manos y pretende, si se van normalizando las cosas, ejercer el cargo para el que ha elegido sin tutela de ningún tipo. Hay un antes un después de su paso por Moncloa y de hecho el “fugado” se ha convertido en un problema para los suyos sobre todo porque va por libre y les cambia el tercio cada vez que intentan normalizar, al menos en parte, la situación y bajar el nivel de tensión con el Estado.

En alguna ocasión he dicho que estos son días donde hay que solemnizar lo obvio cómo que España es un Estado social democrático y de derecho, una democracia consolidada y plenamente integrada en la Unión Europea, respetuosa con los derechos fundamentales. Hay que repetirlo muchas veces porque algunos llevan demasiado tiempo haciendo un dibujo de nuestro país en blanco y negro sin matices, donde parece que hemos regresado a los oscuros años 30 como si el tiempo se hubiera detenido por el capricho de un ramillete de políticos de medio pelo e inconscientes que parecen empeñados en llevarnos al abismo.  Puigdemont es un cadáver político, una china en el zapato de su propio partido, que por salvar su pequeñísimo ombligo se quiere llevar por delante lo que haga falta y al final se va a convertir en un apatrida errante. “No vamos a consentir que una sola persona por mucho que se apellide Puigdemont nos impida avanzar hacia una cierta normalidad”, me decía el otro día un compañero suyo de partido. Se puede decir más alto pero no más claro.